Por los años de 1581, el griego Miguel Acosta y los
navieros y comerciantes de Lima hicieron una colecta que, en
menos de dos meses, subió a cuarenta mil pesos, para
fundar un hospital destinado a la asistencia de marineros, gente
toda que, al llegar a América, pagaba la chapetonada,
frase con la que nuestros mayores querían significar que
el extranjero, antes de aclimatarse, era atacado por la terciana
y por lo que entonces se llamaba bicho alto y hoy
disentería.
Estableciose así el hospital del Espíritu Santo,
suprimido en 1821, y que desde entonces ha servido de Museo
Nacional, de colegio para señoritas, de Escuela Militar,
de Filarmónica, de cuartel, de comisaría,
etcétera, etc. Los pontífices acordaron al hospital
del Espíritu Santo gracias y preeminencias que no
dispensaron a otros establecimientos de igual carácter en
Lima.
Al respaldo del sitio en que se edificó el hospital
quedaba un lote espacioso, en el cual el propietario Gaspar
Flores edificó toscamente (que don Gaspar no era rico para
emprender lujosa fábrica) unos pocos cuartuchos, en uno de
los cuales naciera el 30 de abril de 1586 su hija Isabel, o sea
Santa Rosa de Lima, siendo pontífice Sixto V, rey de
España y sus colonias Felipe II, arzobispo de Lima Toribio
de Mogrovejo y gobernando la Real Audiencia, por muerte del
virrey don Martín Enríquez el Gotoso, aquel que,
después de veintiún meses de gobierno, se fue al
mundo de donde no se vuelve sin haber hecho nada de memorable en
el país. Fue de los gobernantes que, en punto a obras
públicas, realizan la de adoquinar la vía
láctea y secar el Océano con una esponja.
Gran espacio de terreno ocioso quedaba en el casarón de
don Gaspar Flores, que su hija supo convertir en huerto y
jardinillo.
Por aquel siglo, más afición tenían en Lima
al cultivo de árboles frutales que a la floricultura, y
tanto que en los jardines domésticos, que públicos
no los había, apenas si se veían plantas de esas
que no reclaman esmero. La flor de lujo era el clavel en toda su
variedad de especies.
Las rosas no se producían en el Perú; pues
según lo afirma Garcilaso en sus Comentarios Reales, los
jazmines, mosquetas, clavelinas, azucenas y rosas, no eran
conocidas antes de la conquista. Grande fue, pues, la sorpresa de
la virgen limeña cuando se encontró con que
espontáneamente había brotado un rosal en su
jardinillo; y rosal fue, que de sus retoños se proveyeron
las familias para embellecer corredores, y las limeñas
para adornar sus rizas, negras y profusas cabelleras.
Y tan a la moda pusiéronse las rosas, que el empirismo
médico descubrió en ellas admirables propiedades
medicinales; y las hojas secas de la flor se guardaban, como oro
en paño, para emplearlas en el alivio o curación de
complicadas dolencias. Mendiburu, en su artículo Lozano,
dice que las primeras rosas que se produjeron en Lima fueron las
del jardín del Espíritu Santo, confundiendo
ésta, por la vecindad, con el de nuestra egregia
limeña.
Cuentan que cuando en 1668 presentaron al Papa Clemente IX el
expediente para la beatificación de Rosa, no supo
disimular el Padre Santo una ligera desconfianza, y
murmuró entre dientes:
-¿Santa? ¿Y limeña? ¡Hum, hum! Tanto
daría una lluvia de rosas.
Y milagro fue patente, porque perfumadas hojas de rosa cayeron
sobre la mesa de Su Santidad.
Añaden que nació de este incidente el entusiasmo
del Papa por Rosa de Lima; pues en dos años
expidió, amén del breve para su
beatificación (12 de febrero de 1669), otros seis en honor
de nuestra compatriota. El último fue nombrándola
patrona de Lima y del Perú, y reformando la
constitución de Urbano VIII para acelerar los
trámites de canonización, la que realizó su
sucesor, Clemente X, en 1671, junto con la de San Francisco de
Borja, duque de Gandía y general de los jesuitas. Santa
Rosa fue canonizada a los cincuenta y cuatro años de su
fallecimiento.
Muerto Clemente IX en diciembre de 1669, hallose en su testamento
un fuerte legado para construir en Pistoya, su ciudad natal, una
espléndida capilla a Santa Rosa de Lima.
El dominico Parra, en su Rosa Laureada, impresa en Madrid en
1760, dice que la primera firma que, como monarca, puso Felipe
IV, fue para pedir la beatificación de Rosa; y
añade que el 7 de octubre de 1668, día en que
celebraron los madrileños las fiestas de
beatificación, se vio lucir una estrella vecina al
sol.
Cuando en febrero de 1672, siendo virrey el conde de Lemus,
marqués de Sarriá y duque de Taurifanco con
grandeza de España, se efectuaron las fiestas solemnes de
canonización, las calles de Lima fueron pavimentadas con
barras de plata, estimándose, según lo afirman
cronistas que presenciaron las fiestas, en ocho millones de pesos
el valor de ellas y el de las alhajas que adornaban los arcos y
altares.
Fue entonces cuando don Pedro de Valladolid y don Andrés
Vilela, propietarios a la sazón de la casa y jardinillo,
cedieron el terreno para que en él se edificase el
Santuario de Rosa de Lima.
El rosal que ella cultivara se trasplantó al jardín
que tienen los padres dominicos, en el claustro principal de su
convento.